Los amores de verano son como las mismas olas, siempre vuelven pero no son las mismas.

Cuando me abrió la puerta estaba allí, una mujer de pelo platino, una versión blanquecina de Colette, era exactamente igual a ella, excepto por la cicatriz. Una grieta le cruzaba la parte izquierda de su cara por encima del ojo. El ojo era más blanco, si era posible, que su pelo.

– No esperaba visita, disculpa… – Hizo ademán de coger un pañuelo o un velo que había al lado de la puerta, la detuve con palabras muy simples.

– A mi me gusta, es usted una mujer con mucha personalidad, como Juana de Arco, con el testimonio de una batalla… me recuerda a ella… – mi imaginación se desbordaba delante de aquella mujer. Era extraño, nunca me intimidaba nadie, pero ella…

– Ya me gustaría tener su valor, ¿es a Juana a quien estás buscando?

– No… – estaba hipnotizada con su pelo a ondas al agua, ella lo sabia, debía causar un efecto similar a toda la gente que la conocía- … busco a Jimena…

– La has encontrado, soy yo, dime ¿en qué te puedo ayudar?

– Yo pensaba… – Una pequeña chispa sucedió en mi cerebro. Todos estos años… Colette fue mi heroína de novela: Una madre soltera que deja que sus padres cuiden a su hija, yo. Una niña internada en un colegio lejos de todo, lejos de los secretos. Siempre pensé que era mi madre en secreto, una madre moderna que no puede quererme en público. Pero ese pelo… Las palabras saltaron de mis labios como si estos fueran rocas – ¿Es usted la madre de Isaora? – Nunca pasamos la conversación del umbral de la puerta. Jimena juntó los párpados, estaba esperando esta conversación hacía mucho tiempo. Justicia fría. Lo esperaba desde el mismo momento que se hizo la cicatriz, esas cosas se notan y más en una mujer con su personalidad.

– No, yo soy su tía. Colette y yo somos tus hermanas.

Los bañistas de la foto de Salma, aquel beso furtivo en el mar. Aquella era una imagen imposible.